domingo, 8 de noviembre de 2009

En el Aire

A diario realizo ese viaje, entre una avenida que empieza recién a llenarse de personas movilizadas hacia su rutina diaria. Panorama que cambia a un desierto de fábricas que me anuncian ventas de bodegas o “sale” como algunos/as prefieren llamarlas. De un lado tengo esas construcciones inmensas, sin ninguna belleza y, del otro, un cerro que en primavera me anuncia un verdor interesante, pero que en verano me hacen mirar hacia el otro lado, es preferible ver galpones que ver cerros amarillos, por lo menos en uno hay vidas o eso me imagino que hay dentro de ellos.

Ese paisaje voltea mi vista hacia el cielo y siempre encuentro uno de ellos que aparece entre los cerros. Ese conductor inconsciente de ilusiones me lleva a extrañas sensaciones, dependiendo del lado en que esté la luna. Si la luna se ve blanca y tenue, casi perdida en ese horizonte recuerdo un viaje con maletas cargadas de palabras no pronunciadas, besos y caricias reprimidas, te amo en  silencio, lágrimas suspendidas y palabras que nunca imagine que oiría; un despegue perdida entre un asiento, una ciudad que me despedía iluminada y bella y un pasaporte que desapareció sin aún saber cómo pero que me daba la excusa perfecta para devolverme y quedarme, pero mi racionalidad me decía "aquí no te quieren". Mientras esos recuerdos vuelven a mí, sigo el camino de los/as que van arriba y me gustaría detenerme a pensar en las ilusiones que traerán esas personas: conocer nuevos lugares, adquirir nuevas experiencias, volver a ver a personas queridas que el destino ha distanciado, mostrar las fotos de un viaje lleno de anécdotas; que se yo, pero no pienso en eso, sólo dejo que los sentimientos pasados se apoderen de mí y vuelo junto a ellos/as, la punzada al corazón vuelve, tengo que respirar profundamente para que las lágrimas no se apoderen de mi, más aún si recién me he maquillado y no quiero volver a hacerlo. En mi cabeza se escucha un “bienvenido a Santiago de Chile” y por primera vez en mi vida siento que tampoco pertenezco a este lugar. Las fábricas desaparecen y nuevamente vuelven a aparecer los cerros, ahora acompañados de los árboles, que me indican que mi viaje está por terminar y que al sentarme frente a mi escritorio todo lo demás quedará en el pasado y algún día en el olvido.

Distinto es cuando diviso una sombra fulgurante, al igual que la luna en la cordillera. Al ver sólo luces, mis sensaciones son otras, me llevan al estado de la ilusión, que pasó a ser ilusorio cuando surgieron las revelaciones dolorosas. Recuerdo la ansiedad y nerviosismo por una pronta partida y un encuentro mágico después de horas de viaje. Cuando la espera era eterna y ni las novedades y olores del Duty Free me parecían interesantes, momento en que fue suficiente una llamada y escuchar su voz para calmarme y sentir que estaba haciendo lo correcto, que pronto esa voz tendría cuerpo y estaría frente a mí. Vino y música para dormir y despertar en el lugar que decidí hacerlo, una bienvenida a una ciudad desconocida que me pareció una bienvenida a la felicidad. Ese aeropuerto con amplia extensión me pareció una isla desierta en ese momento, en otra oportunidad había estado ahí y era un cúmulo de personas, ahora el espacio era mío.
 
Las maletas cruzan la cordillera, mientras yo dejo los árboles y las bodegas atrás y me adentro en esa avenida de buses. Me queda menos para llegar a mi casa, mientras los de arriba recién están partiendo o dejando su casa en espera de sueños por cumplir, algunos tendrán la suerte de lograrlos, otros nos quedamos sólo con los recuerdos de bellos pueblos mediterráneos, castillos en ruinas y con haberlo intentado, aunque eso significara una nueva herida en el corazón.

domingo, 1 de noviembre de 2009

Último Recuerdo


El sol en mis ojos me recuerda que debo comprarme anteojos, los que tenía los perdí en mi verano-invierno. Esos anteojos era lo último que quedaba de un pasado, todo vestigio de esa historia ya había desaparecido, los regalos, las fotos, los recuerdos y por supuesto el amor. Todo en su momento.

Durante años soportaron caídas estrepitosas, de mi cabeza y de mis manos, involuntarias, sorpresivas y sin diferenciar superficies ni lugares. Y también esos primeros golpes, absolutamente voluntarios, cuando mi dolor se transformaba en rabia y los anteojos iban a parar a una pared. Pero nada les pasaba, seguían ahí, intactos, incólume, cubriéndome de cualquier luz enceguecedora y para que nada obnubilara la verdad.

Eso hasta que un golpe certero en mi cabeza acabo con todo, sin manera de recuperarlos y directo a la basura. Un encuentro repentino, sorpresivo e involuntario, de dos cabezas con mucha imaginación y acabaron con lo único que sobrevivía.

Ese invierno-verano las palabras lindas al brillar en ese espacio de lágrimas e indiferencia me cegaron y no me dejaron ver entrelíneas.