El sol en mis ojos me recuerda que debo comprarme anteojos, los que tenía los perdí en mi verano-invierno. Esos anteojos era lo último que quedaba de un pasado, todo vestigio de esa historia ya había desaparecido, los regalos, las fotos, los recuerdos y por supuesto el amor. Todo en su momento.
Durante años soportaron caídas estrepitosas, de mi cabeza y de mis manos, involuntarias, sorpresivas y sin diferenciar superficies ni lugares. Y también esos primeros golpes, absolutamente voluntarios, cuando mi dolor se transformaba en rabia y los anteojos iban a parar a una pared. Pero nada les pasaba, seguían ahí, intactos, incólume, cubriéndome de cualquier luz enceguecedora y para que nada obnubilara la verdad.
Eso hasta que un golpe certero en mi cabeza acabo con todo, sin manera de recuperarlos y directo a la basura. Un encuentro repentino, sorpresivo e involuntario, de dos cabezas con mucha imaginación y acabaron con lo único que sobrevivía.
Ese invierno-verano las palabras lindas al brillar en ese espacio de lágrimas e indiferencia me cegaron y no me dejaron ver entrelíneas.
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